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Niña fósforo, arrecife que carga un cuerpo, carne que arrastra un alma de diecisiete plantas, tus manos son un cuenco donde una vez te tendiste y jugaste a abarcar tu nombre, escucha, a veces no escribo, escucha, a veces paso largas semanas sin escribir y entonces siento que se han ido para siempre, los poemas que no escribo se han ido para siempre, y aunque dos tres cuatro días después trate de apresarlos, y quizá, quién sabe, me aproxime, ya nunca serán, no están, se han marchado, ahora tienen belleza de constelación difusa, de trece luciérnagas en caja torácica que se agitan sin ser estrellas, y entonces soy quince no-poemas más vieja, entonces estoy quince no-poemas más cerca de mi muerte. Mi paraje se dibuja parco, en épocas invernales practico el autoabastecimiento y la producción autárquica, mis heridas se relamen solas, ocupo mi tiempo en calcular el tiempo y hablo de mí conmigo. A veces siento la guerra en mis manos y me convierto en su anticipo y me destruyo, escucho música, como si me viniera del centro de la carne, como si el tarso y el metatarso supuraran sonidos ancestrales y entonces hubiera que prender hogueras y rugir como el hambre. Yo no soy esa que maldice, en mi boca no caben tantas tumbas, sé que hay incendios, sé que por momentos escucho la música nacer de mí como un antílope mojado, pero esa boca no es la mía, ese odio no es mi odio, yo tengo un cuerpo puro.
foto: bárbara butragueño
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