miércoles, 29 de abril de 2009

.lejana.

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Desde hace un par de días todo es resonancia.
Como una urna de barro sin cocer, repleta de una misma frase mil veces (nunca más volverá, bárbara, nunca más).
De cuando en cuando introduzco de nuevo la frase en mi interior, la dejo caer sobre el resto y agito la urna con desasosiego para que se asienten todas y cada una de esas pequeñas miserias de seis palabras.
Otras veces, sin embargo, la frase cae como si fuera la única, la primera. Cae y resuena al caer, resuena tanto que golpea mis paredes ajadas con su eco y toda yo soy un percutor inmenso, un diapasón febril a punto de vencerse.

No entiendo esta manía mía de desaprenderme: armo conclusiones a golpe de paciencia y escombro, construyo escafandras herméticas, perfectas, metálicas; escafandras que me permitirían permanecer inmutable ante el más mínimo vaivén, ante la más mínima furia de mis aguas.

Pero desaprendo.
No sé cómo ni a qué razones obedezco, pero desaprendo.

Supongo que es por la noche, mientras duermo, que deshilvano el armazón, en silencio, como un suicida; calladamente descompongo la escafandra, y a la mañana siguiente cualquier atisbo de luz me hiere, cualquier rumor de viento me daña.
Y vuelta a empezar, desde el centro del barro, rodeada de maderas mojadas con las que he de hacer fuego.

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Por qué este amor inventado, bárbara. Por qué decir te amo si es mentira y tú sabes que es mentira y aún así lo dices. O peor, por qué pensar te amo si es mentira y tú sabes que es mentira y, aún así, una parte de ti lo asume como verdadero y se deja dolerse, se deja morir en tu engaño.

Eres un animal que se vive penosamente.
Te veo moverte por la casa, vagando como un pobre de camino al comedor, arrastrando los pies, haciendo sonar tu campanilla de leproso en las esquinas.
Y por eso te dueles aún más y te revuelves, por eso sufres antes de dolerte y después y en la repetición incansable del dolor que invocas.

Y tienes que mentir si te preguntan, jugar a la farsa de que eres una despechada más, una enamorada que mira por los cristales con la mirada perdida. Pero no, bárbara, tú sabes que no es cierto.

Tú organizaste el crimen.
No fue deliberado. Sé que intentaste contener esa muerte hasta que la viste recorriendo todas y cada una de tus venas, toda tú cubierta de esa muerte que tratabas de eludir. Pero era inevitable: t
u cuerpo estaba desalojado, tus manos vacantes. Y sólo así la muerte vino de forma natural y silenciosa. Y tú mirabas el cadáver con un aire de familiaridad, porque se había instalado en ti hacía semanas. Y no llorabas. Y te sorprendía no llorar porque es lo se hace en los velatorios, pero no lloraste. No lloraste.

Y ahora sí, porqué. Por qué ante el cadáver que te era indiferente ahora lloras de forma funesta, lloras y te crees que sientes la pérdida.

No entiendo ese proceso mental, ese puñal que tienes reservado sólo para ti debajo de la cama.
En lo más hondo de ti sabes que lloras para dolerte, y tiene que ser así, tiene que ser ésta la explicación porque no lo entiendo. No entiendo por qué lloras para hacerte daño y crees que te haces daño y es entonces cuando te haces daño y sufres.

Deseas en contra tuya, deseas lo que no deseas y renuncias a tu amor para amar en falso, sobre un cable alta tensión.
Te engañas. Anhelas lo que no puedes tener aunque no lo quieras porque esa imposibilidad te trae una muerte cadenciosa y lenta.
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Alguna parte de ti quiere ver cómo te destruyes, por eso trae todas estas miserias a tus manos y contempla como juegas con ellas, toma notas, sonríe; y a veces, incluso, se cansa de mirarte y se duerme, pero tú sigues aquí, con tus miserias inventadas, noche tras noche.

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