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A tus padres - les
pesaban - tantas cosas - en los hombros. Priorizaron. Dijeron. El amor es esto.
Y te tendieron una piedra reluciente. Tú temblabas como un ciervo que boquea en
su placenta. Expectante. Agarrotada de ilusión. Casi endurecida. El nerviosismo
del reptil que se asoma, torpemente, a la existencia. Y repetían. Abrían la
mano y repetían. El amor es esto. Hacer-las-cosas-bien. Si haces las cosas
bien, podrás tenerlo todo.
Y, de pronto, comprendiste.
En esa diminuta porción de lava sólida cabía todo el amor del universo: el amor
hacia ti misma: el amor de los otros. Dimensiones astronómicas que, de pronto, y
sin merecimiento alguno, tenías el honor de manejar.
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Rápidamente calibraste
las consecuencias de todo aquello. Miraste la piedra reluciente y sentiste la
libertad golpeándote la cara como te golpea la luz al despertarte: cubierta de
trapos, mullida. Vislumbraste los veranos de diecinueve plantas. Los secretos
como flores. Tanta - posibilidad. Y así, el cuerpo, el amor y la vida adulta se
colocaron, sin saber muy bien cómo ni por qué, a pocos movimientos de
distancia. El futuro parecía, al fin, una bestia apetecible. Te acercaste, con
los bolsillos temblorosos, y recorriste su lomo caliente con el dorso de tu
mano. Sentiste su calma sorda y vibrátil agitándose con sequedad bajo tus
dedos. Y unas escamas tibias y crujientes, convocando el pulso de lo que
parecía tu vida aconteciendo.
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Salías ganando. La
ecuación siempre arrojaba un resultado positivo. La piedra reluciente era hacer
las cosas bien - hacer las cosas bien era todo el amor del universo - todo el
amor del universo era hacer lo que quisieras - hacer lo que quisieras era la
piedra reluciente que era hacer las cosas bien. No había fallo posible: esfuerzo
limitado, beneficio ilimitado. Un cheque firmado, con una cantidad emborronada, que te disponías, alegremente, a sobrescribir. Un pacto de adultos. Cosas
importantes bullendo sobre la mesa como peces al borde de la deflagración. Y
pensabas. Éstas son las cosas que realmente pesan en la vida. Y esa idea cayó
sobre ti con la sequedad de un apretón de manos. Y te pusiste seria e
intercambiaste con dureza aquellos peces en llamas. Transacciones limpias y
elegantes que duraban cursos escolares o semanas. Y ya está. No había nada más que
hacer. El premio era tuyo: la libertad aleteándote en la cara, el tiempo adulto,
los secretos como flores, los veranos de diecinueve plantas.
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Pero. Respira. No te
culpes. Es lógico. Te tendieron la mano. La piedra reluciente brillaba. Y tú la
cogiste. Qué otra cosa ibas a hacer. El problema era el terreno. El contexto.
En el noventa por ciento de los problemas el contexto es determinante. Tanto,
que en un sesenta por cierto de los casos, sin el contexto, el problema no
habría existido. Determinante o detonante, si lo prefieres. El contexto o la
ausencia de puntos de referencia, en este caso. Me explico. Que te dijeran.
Esto es el amor. Y eso fuera el amor. Que te dijeran. Esto es el respeto. Y eso
fuera el respeto. Que te dijeran. Hay dos tipos de persona. Y que corrieras a colocarte
en el lado donde, necesariamente, sabías, a ciencia cierta, que daría el sol. A
cobijarte en ese amor selectivo. En ese amor donde. Sólo los hechos. Importaban.
El amor y sus cantos duros. El amor y su porosidad fría e implacable. Cada
universo propio es como un órgano vital. Palpita a un ritmo que oscila en
función lo ingerido. Por eso, mi universo mi corazón mi páncreas, laten raro. Laten
desacompasadamente. Cumplen sus funciones con una ostensible dificultad.
Cuelgan fofos. Desorientados. Y todo porque la piedra reluciente era un prisma.
Un vidrio hexagonal a través del que mirar el mundo. Los peces. Las cosas bien
hechas que había que hacer para poder permanecer en este lado. Para ganar todo
el amor del universo.
El problema son las cosas.
En el setenta y dos por cierto de los casos el problema son las cosas. En este
caso, las cosas que había que hacer. En este caso, cosas relucientes, cuadradas,
pulidas neuróticamente: estudiar, labrarte un buen futuro, caminar erguida.
Por eso, ser
responsable era ser reluciente. Y digo ser reluciente, no ser moral. Y, por
eso, ser responsable, es decir, ser reluciente, implicaba abrir los ojos y ver
la mano tendida. Y coger la piedra. Y la vida sin límite. Y la libertad sin
plazo y sin tasa y término y sin confín y sin orilla. Y yo, como un ciervo que
aún boquea en su placenta, intercambiando esas sustancias densas, esas cosas de
adultos, tan prohibidas. Y llamando al amor, inteligencia. Y llamando a la
moral, amor.
Ah. Por fin. Comprendes.
Cómo no ibas a comprender. Y qué culpa tiene nadie de eso. El crecimiento debe
ser acotado. Demarcado. Con límites a modo de vías o circunvalaciones. En caso
contrario, el crecimiento ramifica en descontrol. Eclosiona en caos. Autocomplacencia.
Y las nociones se vuelven espesas. Y se confunden amor e inteligencia. Amor y
admiración. Amor y moral. Por eso el amor propio es un planeta, aún desconocido,
al que eternamente te aproximas. Una y otra vez.
Todo lo que falta,
regresa. Todo vuelve a ti. A modo de sacudida latente. De abatimiento
silencioso. Como una derrota previa subrayando el ritmo torpe de las cosas. Por
eso, ahora, mantienes relaciones aparentemente fluidas. Contigo. Con los otros.
Alisas el mantel. Caminas erguida. Haces las cosas bien. Pero hay desgaste.
Fricción. Como una constante sinfonía de bacterias. Y, bajo la chaqueta, los
codos en carne viva. La constante oscilación. El descendimiento. La gracia del
movimiento con el que, constantemente, agrandas la incisión. Tres. Cuatro.
Cinco centímetros. Cada día. Y, siempre, con el pico abierto fieramente, como
pájaro de garganta panorámica. Pidiendo. Pidiendo lo que no fue. Pidiendo lo que
no tuviste. Las catedrales en el aire y sus nervios. Sus nervios trenzados, segando
el espacio como arcilla. Marcando una dirección. La única dirección posible.
Hacia arriba. Siempre hacia arriba. No hacia delante.
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fotos: bárbara butragueño 2012
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