martes, 18 de septiembre de 2012

la certeza como condición exterior

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Las gotas caen como canicas.
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Miro al cielo y siento su pecho hinchado. Puedo oírle relinchar. La cañería marca ritmos ancestrales, como de hormigas metálicas horadando el polietileno, el lenguaje de algún dios. La vida es esto, pienso. Este miedo. La esquirla negra en el ojo reluciente.
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Pensé que podría. Pensé que si me agarraba con fuerza a los árboles, y apuntalaba mi vida con sacos de metal pesado, y avanzaba sin detenerme hacia lo cierto pero inmóvil, hacia las aguas estancadas pero limpias. Pensé, no sucederá. La vida mantendrá su fulgor entre paredes, se mecerá vibrátil en las manos mortecinas del burócrata, se agitará / incandescente aún, impertérrita / sin la saliva y el fango de la duda, con el cuerpo sosegado, y los huesos rectos y las manos rectas, permitiendo a la enfermedad infectar nuevos rincones. 
Quedará algo. Confinado entre vastos rompeolas, sí, pero quedará algo que me permita seguir siendo. Seré yo entre aparatos, carne propia en centralita  intercomunicador  dictáfono. Yo, con la vida rompiendo aguas en mis manos, y el cuerpo y la boca florecidos.
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Pero y si la vida es este miedo. Este. No. Saber. Qué. Y yo tanto tiempo empeñada en salvarme.
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En todo cuerpo hay un abismo. Pero el abismo cambia. Se intercambia. Varía. Porque un cuerpo fuerte puede afrontar la incertidumbre. Es más, un cuerpo fuerte puede disfrutarla, lograr que le engrandezca. Pero a mí, que el alma se me encoge y se me enrosca, y miro mis manos y los ojos de los otros mirando mis manos, y cualquier hueco me atenaza, y la duda hace retumbar mis catedrales, y me expone diminuta y balbuciendo, con la carne despegada, cayéndose a jirones de las manos.
Quizá la vida sea esto, y el temblor no sea un país que abandonar constantemente. La protección está sobrevalorada. La pared, si se levanta por temor, no tiene fin. Quizá yo también sea fuerte. Quizá yo también pueda lograr que la duda me engrandezca. Quizá. Quizá. 
La incertidumbre también puede ser un planeta hermoso. Y la casa: el pasmo. Este vivir en estado gaseoso que tanto temo.
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fotos: bárbara butragueño 2012

martes, 11 de septiembre de 2012

ofrenda

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Hoy has cantado. Y los andamiajes de mi cuerpo, mis diques de contención, aquello que apresa lo que aflora; cede resignado, explota en estallido de desconsolada inminencia.
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No entiendo tu dolor. No alcanzo a descifrar tu carga nuclear, la longitud de onda de tus rayos X, tu bombardeo de electrones, no. Pero da igual. No importa. Conozco la opresión. La fatiga del alma. El miedo. Conozco los lugares a los que se acude simplemente a callar. Y no pido. No reclamo. Porque acudo con frecuencia a ellos, y tengo días, y mañanas, y domingos. Y los dedos se me comban. Y el alma se me encoge, tibia. Y un día ya no hablo más el idioma de los hombres. Y todo se magnifica. Y hago justo lo contrario de lo importante, justo lo que no debiera. Y, entonces, simplemente espero, pequeña y desmadejada, a que todo pase.
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Te regalo mi despertar. La flor sobre los labios. Un cobertizo para el invierno. Te ofrezco la hondura transparente de mis sueños, a día de hoy, debilitados. Te dejo ver el pájaro de mi pecho, mis manos ramificadas en dulce aquiescencia, el idioma de las cosas más sencillas, el instante repleto, el cuerpo en bocanada, la herida, la agitación. Te regalo el beso. La mirada interior. El minuto cristalino. Los ojos maravillados del superviviente.
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foto: bárbara butragueño 2012

sábado, 8 de septiembre de 2012

extracto


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Acuno al pájaro de mi pecho. Le beso suavemente la cabeza, y su corazón late con cadencia de cencerro, aunque aún se le nota alborotado. Trato de calmarle. Introduzco los dedos entre mi segunda y cuarta costilla, y acaricio las plumas que se escapan de su frente. Le siento un poco más menguado, como si la pena le encogiera. Como si, poco a poco, ese armazón óseo, esa bóveda astillada, ramificara sin control sobre su cuerpo.
Por eso padezco tanto. Por el pájaro. Siempre tan pequeño, con el pecho hinchado de alborozo, mirando con lenidad mi vida a través de la persiana de mis huesos. Pero cada puñalada de vergüenza, cada pedrada de culpa o de error que recibo de mí misma, siento cómo le perfora. Y cómo él se retuerce lastimado sin entender apenas nada, pensando de dónde esta arena negra, por qué tanto frío, cuánto más esta tibieza del alma. Soy yo, debería confesarle un día de estos. Soy yo y la pila de maleza que, a veces, - y no siempre sin causa- me arroja maldiciéndome la vida.
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foto: bárbara butragueño 2011

miércoles, 5 de septiembre de 2012

ฉันกลับมา

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Siento un frío perenne. Una sensación de quemazón constante, como fósforo rascando las costillas. Un ciempiés ascendiendo eternamente por mi tráquea. Te miro, en posición de súplica, y tú me diagnosticas «ansiedad» con gesto de autosuficiencia. Profunda enfermedad del alma, dices. Bilis negra brotando a borbotones, y las manos siempre inquietas, tan poco prolongadamente tú.
Me limito a asentir, entre indiferente y abatida, con la respiración pesada, llenando cada hueco de la conversación.
Ya no escribo, te confieso cabizbaja. He olvidado el lenguaje de las cosas inasibles, ese cerrar los ojos y sentir el mundo endurecido. Tan lleno. Tan a punto de explotar.
Y decir la palabra exacta, como si de una invocación se tratase. Algo oscuro pulsando la palabra e introduciéndola en mi oído, bicho caliente y diminuto que babea en la cima del paladar.
La ansiedad es un saco de termitas. La más coherente representación del vacío existencial. Una eclosión de inquietante cordura.
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foto: bárbara butragueño 2012